Como todo chico, en mi pre-adolescencia yo era muy ingenuo. Y cuando caminaba por las calles de Buenos Aires, y veía una operación complicada, que requería cierta pericia, confiaba en esos hombres y sus destrezas. “Son personas que están entrenadas para hacer eso”, decía yo mientras caminaba tranquilo debajo de una marquesina que era descolgada, sin que nadie cerrara el paso en la vereda, por ejemplo.
Pero un dia me di cuenta que no era mi ingenuidad la que creía eso. Era una creencia de todos los habitantes argentinos.
Cromagñon nos hizo abrir los ojos. Pero elegimos mirar para otro lado. En la ciudad hay pequeños cromagñones a cada cuadra, a cada paso. ¿En qué difieren con la tragedia de Cromagñon? En que no hay tres mil personas en un recinto en riesgo de morir, sino que tal vez sean tres, cuatro, diez. Y de ese total, por una marquesina que sea cae muere uno, dos con mucha desgracia, por una obra sin habilitación que comete una impericia puede morir otro más… pero son serán nunca tapa de diarios ni tema central de noticieros. No son asuntos que deriven en crisis políticas.
Así, el jefe de gobierno de turno estará feliz, tranquilo, y millones de habitantes de la urbe seguirán danzando con pequeños riesgos alrededor, que muchas veces conviene no mirar.